Tienda El Delfín. Mascotas y más cosas.

Carla Duarte Vidal


Para trabajar hay que tener cierta disposición mental. Tu alma, tu cuerpo y tus horas van a ser secuestradas por un amo. Desde entonces tendrás dueño. Vas a convertirte en un sirviente a sus órdenes para hacer todo lo que te mande. Rápido, sin perder ni un segundo. No tendrás más tiempo para pensar en nada de lo que de verdad te interese o sea importante para ti. Tu voluntad y espíritu serán secuestrados y puestos en cautiverio. Te colocarán “gríngolas” y te amarrarán la pata a un palo durante ocho horas al día, cinco días a la semana, once meses al año por el resto de tu vida.

Al menos así se sentía este personaje desde el primer segundo que comenzó a trabajar en la tienda de mascotas, clínica veterinaria y peluquería canina. 

En un país de salvajes donde unos a otros nos tratamos como bestias, lo más natural era trabajar en un negocio de animales.

Pero había que ganarse la vida. Al menos como encargado del establecimiento podría robarse ratos para escribir, que era lo único que lo soliviaba. Pero la inspiración no venía más, las fulanas musas no bajaban y él procrastinaba.

Así que decidió comenzar a ejecutar sus pequeñas venganzas. Empezó a imaginar cualquier cantidad de perversiones con las niñas engreídas que venían con sus chihuahuas y micro poodles en brazos. Las veía desnudas en cuatro patas, con bozales de cuero, collarcitos de plástico rosado con diamantes falsos que él halaba con una cadena de eslabones metálicos hasta meterlas en una jaula extra grand, después de darles infinitas nalgadas con una fusta.

Luego empezó a divertirse viéndole la cara de animal a los clientes adinerados, incapaces de tener ni un poco de piedad o compasión con un congénere menos afortunado, pero sí de gastar fortunas en sus “Fifís” a los que compraban galletitas y paté importado.

No es que los seres irracionales tengan la culpa de esto, no por favor, ellos son mucho más humanos que nosotros. Era una cuestión de sensibilidad personal.

Unos parroquianos le parecían asnos, algunos cerdos, otros patos, becerros, ratas, lobas, perras. Luego el encargado se vio a sí mismo convertido en una gallina clueca. Su vida no tenía sentido. Si era incapaz de crear, mejor que se pusiera a destruir. Al menos así haría algo. Cuando nadie lo vigilaba, comenzó por comerse vivos a los pececitos de colores que nadaban haciendo círculos en las peceras. Le gustaba sentirlos moverse en su boca, deglutirlos y saber que seguían aleteando hasta caer inertes en su estómago. Continuó haciendo lo mismo con los gusanos y ratones blancos que vendían para alimentar a los excéntricos que creían que se podía tener una falsa coral en casa y convertirla en la mejor amiga del hombre. Luego siguió con los pajaritos: agapornis, periquitos y canarios. A esos sí había que romperles la garganta para poder tragárselos crudos. Le gustaba el sonido de estaca partida que hacían cuando los doblaba, sin embargo, no era fanático de las plumas.

A pesar de que odiaba a casi todos los habituales, estaba completamente enamorado de la actriz que llevaba a su felina persa para que los “perruqueros”, como les decía desde que volvió de estudiar actuación en Cataluña, le sacaran los nudos a la peludísima angora negra, una semana sí y otra también. A lo cual él accedía con tal de volver a ver a su propietaria, aunque le diera alergia aguda el pelo de gato y tuviera que cepillarla con sus propias manos, ya que nadie quería hacerlo, porque la minina daba zarpazos furiosos.

Un día, leyendo el periódico, este personaje vio que su actriz adorada protagonizaba el montaje de una versión teatral de Rebelión en la Granja de Orwell. Decidió ir a verla la noche del estreno y llevarle como regalo el corazón de una vaca en una cava de anime con una nota que decía: “Sólo lato por ti”. 

Ante el rechazo de la horrorizada diva, quien mandó a sacarlo del camerino con dos agentes de seguridad que eran mandriles enormes, él decidió que ahora tenía que dar un paso adelante y atreverse a hacer algo que nunca había hecho. Así que regresó a la tienda y, navaja en mano, se metió al patio trasero cubierto de orina y excrementos. Allí, con dos pitbull terrier de mirada de fuego, a cuyo poseedor alguna vez deleitó verlos hacer "Bull-baiting" perruno y que ahora esperaban a ser castrados, porque en la casa en que vivían había nacido un bebé; “el delfín”, así dijo el hombre al dejar a los canes, la tarde de aquella noche, cuando este personaje, ya encerrado para siempre, los miró fijamente a los ojos y les gritó y rugió hasta desgarrarse y hasta que no le quedara nada por dentro ni por fuera.

1 comentario:

Wincho Schäfer dijo...

Es un placer leer los relatos de la hermosa Carledonia en este blog de los hermanos Chang. Saludos y larga vida a todos. Wincho Schäfer