El cielo en llamas

Lenín Pérez Pérez



Lixue (nieve) se llamará la hembra, y Chew (fuerte como una montaña) el macho. Qué otro nombre pueden llevar una pareja de perros pekineses acróbatas que Dios dejó, luego de tocar el timbre una sola vez, en el apartamento de los “hermanos” Santiago y Ana.

Él, consultó el documento que llegó a sus vida directo desde la “Administración”, ubicada en Brooklyn, Nueva York, y que amablemente les tradujo la hija de Milagros, la conserje, quien ya había completado seis niveles en CVA de Las Mercedes. Vale acotar que Ella, Ana, se tomó la libertad de resaltar con marcador las que a su juicio estaban correctamente traducidas.

El cielo tiene un límite: en él sólo entrarán los 144.000 Testigos de Jehová
Se les prohíbe a los Testigos de Jehová formar parte del servicio militar.
Se les prohíbe a los Testigos de Jehová saludar a la bandera, o cantar el Himno Nacional.
Se les prohíbe a los Testigos de Jehová tener un tatuaje.
Se les prohíbe a los Testigos de Jehová participar en una obra de teatro.
S les prohíbe a los Testigos de Jehová desear “buena suerte” (o algo así)
Se les prohíbe a los Testigos de Jehová comprar galletas de Girls Scouts.

Pero acerca de tener una mascota no decía nada y ellos prefirieron entenderlo como una señal divina.

A partir de entonces los usaron como señuelos para colocar La Atalaya en manos de los desprevenidos transeúntes que, en calles, plazas y parques, reducían la velocidad de sus pasos hasta quedarse a contemplar el acto circense que Lixue y Chew le regalaban a la ciudad acalorada.

El modus operandi era el siguiente: un Santiago, en franela y sin portafolio, se dedicaba a jugar con la parejita acróbata. Lo hacía dándose un aire de sin importancia, civil. Ana, aprovechaba el éxtasis que arrobaba la atención de los espectadores y colocaba en manos de estos el más reciente ejemplar de la revista. Así, para cuando acababa número, los viandantes reiniciaban su marcha con el mensaje divino en sus manos. Y según la teoría de Santiago, menos de la mitad de tales mensajes terminaría sirviendo de alfombra a la calle, mientras el lote más grande sería consumido en el tren subterráneo, en medio del tedio que arropa a quienes viajan lentamente de una estación a otra; sin contar aquellos que llegarían hasta las consultas médicas, las colas para sacar la cédula y los autolavados.

Lixue y Chew aprendieron nuevos trucos. Ana, siendo que la “Adminstración” tampoco mencionaba nada en torno al uso de internet, encontró en YouTube el material necesario para engordar la rutina de sus talentosas mascotas. Santiago perfeccionaba las piruetas y llegó a incluir un aro de fuego, que aprendió a encender y a apagar con la destreza de quien vive en el infierno. Cada nuevo truco se traducía en más espectadores, y en la cabeza de él y ella, Santiago y Ana, en más lectores involuntarios de La Atalaya.

Por cierto: Ana llevaba una lista de las piruetas más solicitados por algunos transeúntes que se habían hecho habituales:

La sombra
El espejo (en el que los perros actuaban con una impresionante similitud)
El cielo en llamas
El baile marcial
El muertito y la resurrección

Todo bien hasta que un día, pasado poco menos de un año, Lixue y Chew se negaron a la más simple de las maromas; y en cambio, contemplaban por horas a su entusiasmado entrenador, con esa mirada vacía que es fácil reconocer en los espíritus cautivos. Ana le sugirió entonces a Santiago darles el sábado y domingo libres, de descanso.

Después del tercer fin de semana ausentes de la calle, a Santiago se le metió en la cabeza que aquello era cosa del demonio. Comenzó a advertir en los gestos de aquella pareja rasgos que lo emparentaban Luzbel, “el príncipe de las tinieblas que vive entre nosotros tras ser expulsado del cielo”, cuentan que dijo a toda voz en la planta baja del edificio. Estudió con detenimiento los colmillos apenas asomados en boca de Chew y hasta entonces le resultaron fieros. Repuso en el ladrido de Lixue y distinguió en su agudeza un eco triste que no se apagaba nunca del todo. Pero peor aún, encontró en su indagación que Pekín fue alguna vez la ciudad prohibida, y ya no tuvo duda alguna de que sólo la fuerza de Dios podía ayudarlo. Para Ana, en cambio, sólo se trataba de un raro virus. De uno mal curado.

La versión reconstruida con retazos de otras versiones, da cuenta de un viernes a la medianoche en que Santiago decidió acabar con la vida de los perros ahogándolos en una ponchera llena hasta el tope de agua bendita, a la que había agregado antes arroz y sal marina. Hay quien asegura que fue en ese preciso momento en que se apareció Ana en el cuarto de lavado. Dicen que intentó echar todo aquello al suelo, y recibió un certero golpe en la cabeza que la tumbó de largo a largo, a los pies de Santiago, justo frente a Lixue y Chew, que a continuación emprendieron una maroma inédita a los ojos de su enajenado entrenador: el muertico sin resurrección.

Milagros, de cuando en cuando, los lleva a dar una vuelta hasta la plaza cercana al edificio. Hay quien los reconoce y se detiene un rato a esperar un truco que les alegre la tarde. Pero ellos se limitan a olisquearse y a mear en la grama sintiéndose las más hermosas y afortunadas criaturas de Dios.

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