Conquistador

Roberto Echeto ®



Gerardo cubría la ruta Catia-El Silencio todos los días. Su autobús no tenía nada de extraño, salvo que, en el puesto del copiloto, se encontraba Conquistador, un bull terrier blanco que tenía una mancha negra alrededor del ojo izquierdo.

Conquistador sacaba la cabeza por la ventana, les ladraba a los motorizados, a los fiscales de tránsito, a los conductores que le gritaban abominaciones a su amo…

Un día el perro le gruñó a un pasajero color ceniza cuyo rostro iba escondido debajo de una gorra azul. Desde que Gerardo lo vio, supo que habría problemas. Por eso hizo aparecer de lo más recóndito de su butaca un fajo de billetes atados con una liga al tiempo que intentaba calmar a Conquistador.

En una ciudad como Caracas es inevitable que un tipo se monte en un autobús, robe a los pasajeros, y luego desaparezca sin que nadie haga ni diga nada útil. Esos robos se han vuelto tan rutinarios que parecen coreografías de un ballet enfermo en el que los participantes han repetido tantas veces sus actuaciones que se creen con el don de prever con exactitud lo que ocurrirá cuando les toque entrar en escena.

Así como Gerardo llevaba entre sus piernas el dinero listo para entregárselo al ladrón, otros pasajeros se zafaron los relojes, sacaron los carnets de identidad de sus carteras, se despidieron de sus anillos o de la fracción de dinero que no escondieron en su ropa interior. Hasta el hombre ceniza hizo lo que debía hacer: caminó hasta el fondo de la unidad, sacó una pistola que parecía recién salida de la fábrica de pistolas, y lanzó al aire una traca de amenazas aderezadas con toda clase de injurias.

Conquistador no pertenecía a ese libreto. Por eso saltó de su silla y se fue a ladrarle de cerca al hombre que escondía su rostro de ceniza.

Gerardo detuvo el autobús, corrió tras el perro y le gritó que dejara de molestar, pero Conquistador siguió terco, ladrando y ladrando hasta que el hombre ceniza lo apuntó con el arma. Lejos de arredrarse, el animal se le fue encima y le mordió la mano con todo y pistola.

Esa situación produjo gritos y desorden.

Los que pudieron, se bajaron del vehículo; los que no, gritaron, se encogieron y se usaron unos a otros como escudos, mientras el animal y el delincuente forcejeaban entre alaridos.

Cuatro disparos atravesaron a Conquistador y alcanzaron a Gerardo en el pecho, a una señora en la cabeza y a un gordo en el cuello.

El hombre ceniza quiso incorporarse, pero no pudo. Al dolor de la mano se le sumó una punzada muy profunda en la pierna izquierda. Cuando miró hacia su pantalón caqui, se dio cuenta de que había recibido uno de sus propios proyectiles. Estuvo a punto de resignarse, pero como era el único que se movía en aquel autobús lleno de gente paralizada, caminó hacia la salida. Sin embargo, el golpe que le propinó un pasajero con su bastón hizo que el cráneo le crujiera y que toda la luz de sus ojos se apagara en un instante.

Gerardo aprovechó para acercarse al cuerpo de Conquistador. Así lo encontraron los policías, los paramédicos y los forenses.

A los reporteros y al telón de curiosos que no falta en ninguna desgracia, les hizo gracia que el perro le haya mordido la mano armada al hombre que intentó robar a los ocupantes de ese autobús y que se haya quedado con la pistola en el hocico.

Gerardo tuvo un bonito funeral. La gente en las calles por las que condujo durante años, pudo ver a los amigos, a los familiares, a los compañeros del chofer, que fueron a despedirlo a bordo de varios autobuses llenos de flores y de mensajes de cariño escritos en cada una de las ventanas con cera para zapatos.

A Conquistador le dedicaron una pancarta con un retrato enmarcado en un enorme corazón azul.

Y esa terminó siendo la imagen que adoptaron los colegas de Gerardo para identificar sus autobuses.

Porque el recuerdo y la protección de un amigo siempre serán necesarios.

Y más si ese amigo es Conquistador.

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