Kaiju

Santiago Zerpa



Desde pequeño siempre me gustó Godzilla. Me encantaba ver como destruía media Tokio y a la siguiente película lo volvía a hacer. Tokio era una ciudad regenerable, perfecta para acunar peleas de titanes. Godzilla contra Mothra, contra Megalón, contra Rodan, contra Gamera, contra MechaGodzilla y por supuesto contra King-Kong (con dos finales: Kong vencía en la versión de USA, Godzilla en la japonesa). Ese monstruo/dinosaurio-marino/con rayo atómico me llenaba de una felicidad inimaginable. Ver como aplastaba a unos cuantos japoneses por accidente mientras esquivaba un relámpago mortal no tenía precio.

Cuando me mudé a Miami y me di cuenta que después de dos largos meses aún no tenía amigos, y que pasaba todas mis tardes viendo Reality Shows (uno más absurdo que el anterior), decidí entonces comprarme una mascota. Y mi pasión por Godzilla me hizo pensar que, si era cierto que no había nada comparable con él, al menos tenía un primo cercano que se le aproximaba y que podría obtener a un precio razonable. Entonces me puse las sandalias y empecé a caminar por todas las calles en busca de una iguana.

Después de mil vueltas llegué a una pequeña tienda especializada en reptiles exóticos. No quedaba muy lejos de mi casa, pero estaba bien escondida. Un hombre pelirrojo y barbudo me atendió enseguida. Tenía un fuerte acento sureño y le entendía la mitad de lo que me decía. Así que fui al grano y le pedí la iguana. El hombre enseguida me trajo un par, pero eran muy flacas, muy largas, muy rápidas. Muy “iguanas”. Le pregunté si conocía a Godzilla, y que quería una así. El hombre se quedó pensando y asintió un par de veces. Abrió una pequeña trampilla que había en el piso y se esfumó por varios minutos. Ya pensaba irme cuando apareció sujetando la iguana más enorme que jamás había visto. El hombre se tambaleaba por el peso y tuvo que colocarla en el piso. Era hermosa. Enorme, gorda, con una cresta tornasolada de punketo. Se llama Atila, me dijo el pelirrojo. Yo no podía quitarle los ojos de encima a la iguana. Era amor a primera vista. Mi Godzilla personal.

Como no podía cargarla le compré una correa de perro y me la llevé a mi apartamento caminando. O más bien arrastrando. Porque Atila era lenta, y hacía las cosas a su manera. Entre un par de tomadas de sol y un pedazo de piña que se encontró en el camino, en vez de los diez minutos que normalmente podría tardarme recorriendo esa distancia, fueron dos horas. Una vez en casa fui al baño y le llené la bañera con agua. Empujándola logré que se sumergiera. La mitad de la cola no cabía y se deslizaba a un costado de la bañera. Atila sacaba la cabeza para agarrar una bocanada de aire y se volvía a sumergir. Le tomé un par de fotos y las colgué en Facebook. Me fui a trabajar aunque no quería. Por mí, podría pasarme el resto de mi vida en ese baño. Viendo a Atila. Imaginando que mi bañera son los mares de Japón.

Regresé a la casa un poco más tarde porque el jefe se empeñó en hacer una reunión obligatoria para tasar los precios de la próxima mercancía. La voz del jefe se hacía espesa con cada palabra. No entendía nada. Me sentía Charlie Brown en medio de sus clases. Abrí la puerta del apartamento y vi a Atila reposando sobre mi cama. Las sábanas estaban empapadas y había un rastro de agua que venía del baño. Aproveché para tomarle un par de fotos y me acosté junto a él. Dormí profundo, con un olor salado que no me abandonó toda la noche.

Las semanas fueron pasando. Mi trabajo se hacía cada vez más insoportable, pero no podía dejarlo. Atila comía mucho. A veces llegaba a la casa y encontraba restos de plumas de algunas palomas que había cazado en mi ausencia. No podía imaginar cómo lo lograba, porque frente a mí se movía sólo lo necesario. Y a una velocidad de ancianato. Pero siempre encontraba los restos de plumas ensangrentadas sobre mi cama, y a Atila, enorme, durmiendo sobre ella. Llegué a pensar que mientras más comía más crecía. Y como ya dije, comía bastante. Por la mañana le dejaba un par de lechosas enteras de las cuales no dejaba rastros. Desde la cama, su cola ya tocaba el piso. Y yo ya no podía dormir junto a él, no cabía. Y tampoco podía moverlo. Por lo que empecé a dormir en el sofá. Atila cada vez se hacía más monstruo. Más Godzilla. Y yo, claro, era más feliz.

Un día, los perros y los gatos de los vecinos comenzaron a desaparecer. Llegaba a mi apartamento y encontraba restos de pelo sanguinolentos por todas partes. Incluso collares. Me di cuenta que, aunque frente a mí casi no se moviera, Atila en su soledad era otra cosa. Lo imaginé saliendo por el balcón apenas me iba a mi trabajo. Lo imaginé caminando por los muros del edificio y metiéndose en otros apartamentos en busca de mascotas. Lo que yo le daba de comer ya no era suficiente. Atila se estaba convirtiendo en un Godzilla de verdad. Y estaba causando caos en mi edificio, como si fuera Tokio. Pensé en llamar a un especialista que se encargara de sacarlo de mi apartamento. Sabía de granjas de reptiles donde un coloso así sería bien recibido. Pero eso me delataría, y tendría que responder ante los vecinos. Y además, yo en verdad no quería deshacerme de mi iguana. Yo lo amaba. Investigando en Internet descubrí que no había otro ejemplar con las dimensiones de Atila. Ninguna capaz de comerse a un Chihuahua. Y esto, aunque suene mal, me hacía más feliz. Yo tenía un ejemplar único. Lo más parecido a Godzilla, con vida, vivía conmigo.

Pero un fin de semana me desperté por un sonido extraño. Atila estaba rugiendo, o lo más parecido a un rugido que podría hacer un reptil. Daba vueltas alrededor de la cama, se retorcía. Nunca lo había visto así. Me acerque lo más que pude y ese fue mi error. Atila, al tenerme tan cerca, me tumbó de un coletazo. Pensé que se me había roto el esternón, no podía pararme del piso del dolor. Intentaba sujetarme de la cama para reincorporarme. Palmeando a tientas, me aferré como pude de las sábanas y logré medio montarme en el colchón. Atila me miraba directo a los ojos. Era una imagen terrible. Tuve miedo. Atila me dio una dentellada a una velocidad inverosímil y se escapó por la ventana con mi mano en la boca. El muñón empezó a salpicar todo de sangre. Pero yo estaba paralizado. No sabía si gritar o llorar. Gritar por el dolor, llorar por la felicidad al descubrir que, en el excavado colchón, habían más o menos una docena de huevos. Parecían toronjas blancas.

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