Del Diario de Plaza Venezuela (2)

Ricardo Ramírez Requena


A Virginia Riquelme

Son, por lo menos, 4 gatos. Tres hembras y un macho. Las hembras son de tonalidades distintas, matices de marrón claro. El macho es oscuro y delgado y no se muestra mucho. Se esconden en la entrada del edificio y hay veces en que lo protegen. Se apostan en la alfombra de la segunda reja, se relajan y precisan la mirada entrecerrando los ojos. Apenas se mueven si te acercas. Algo no dejan entrar, o salir.

Los gatos de la cuadran sobreviven porque seducen. No ruegan, como los perros, por un poco de comida. Pueden más que todos los ladridos. Son lujuriosos, orgásmicos; cada noche entonan un canto de placer que hace avergonzar a los vecinos. No se muestran, eso sí: ellos, al final, nos enseñaron que la oscuridad sirve para algo más que para dormir. Para el insomnio por sus alaridos excitados; para amanecer con sombras oscuras debajo de los ojos al otro día.

La gata más pequeña, la negra con blanco, quizás la más extraña y quien menos se muestra, me esperó un día a la puerta de mi casa. Pienso que es la menor de ellos, la más joven. Al salir del ascensor, ahí estaba, cerca de las escaleras. Me miró hondo, profundo. Ronroneó con pausas, lento, sin dejar de mirarme. Le llevé atún y agua. No tomó bocado. Siguió mirándome. Se movía entre los tubos de la escalera, casi suspirando, hipnotizándome. Nunca supe qué quería, qué mágicas claves me anunciaba.

Cuando volteé para entrar a la casa, vi salir a la otra gata, la más clara y gorda de ellas, con dos bistecs de solomo en las fauces, y huir sagazmente, escaleras abajo. La gata morena, dejó de mirarme. Pero al estar a punto de marcharse, antes de ver el desconcierto y la furia combinarse en mi entrecejo, puedo jurar que me sonrió y casi me hace un guiño con el ojo. Podría jurarlo. Podría esperar todo de los gatos. Hasta el engaño más humano. Creo poder decir que le encomendaron una misión que todo gato debe asumir para entrar en la madurez. Si hubiera fracasado, seguro sería despreciada.

Quizás, pienso de nuevo, no descendemos de los simios completamente, sino de los gatos. Alguien nos enseñó lo contrario y, con ello, hemos perdido casi todo. Son sagrados. Eso me recuerda la dueña de la tienda de animales de la esquina, en donde los gatos van a comer cuando algún buen vecino de mi cuadra no los alimenta. Me dice que prende velas a los gatos antiguos de Egipto, y que ellos cuidan los caminos. La miró sereno siempre que escucho esto.

Con esto presente, bajé en el ascensor en la noche, me mantuve calmado en la entrada y, al acercarse la gata morena y acariciarme los tobillos con su cola, la tomé en mis manos. Me aceptó. Fui bienvenido al culto de los gatos. Fui bendecido por su sacralidad. La acaricié, mirándola a los ojos. Entonces, en el silencio de la noche, con apenas unos grillos y chicharras entonando sus cantos, la agarré por la cola rápidamente, le di tres vueltas mientras chillaba, y la lancé, como David con su honda, hacia los cables de la luz, en donde arrojó las luces más hermosas que se han visto en la cuadra. Subí a casa, abrí una cerveza y me asomé al balcón. Ninguna gata maullaba. Sé que preparan su venganza. Yo espero. Mientras, veo el espectáculo. Es casi sagrado. Es que ni en Navidad hubo tantos destellos en el aire.

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